La noche en que Roberto Rojas mató a “El Cóndor”

La silueta del estadio Maracaná se dibuja imponente en la cálida tarde de Río. En minutos sus puertas se abrirán para recibir a un viejo conocido: Roberto Rojas, el arquero chileno que, la noche del 3 de Setiembre de 1989, en la cúspide de su andanza, decidió sacarse las alas y tomar distancia de “El Cóndor”, cruzar la línea y mancharse malamente las manos, tanto que, al cabo de los años, ellas aún están marcadas. No viene solo, ingresan y caminan lentamente, el gigante está vacío y reina el silencio, impresiona. 

Rojas no despega la mirada del césped, sus manos descansan en los bolsillos. Viste deportivo, jean claro desteñido y zapatillas; la camisa, celeste agua, muy holgada, ondea sobre el pantalón. Se dirigen hacia el lugar de los hechos. Vienen a reconstruir la historia y él está dispuesto a colaborar. 

Van llegando al punto. Ingresan al área y es cuando siente el olor de su antiguo hábitat. Sus ojos rasgados han empezado a brillar e iluminan el rostro afilado y mapuche. Se cuadra debajo del arco y alza la mirada, evoca el rugido de la multitud, ahora levanta un brazo y coge fuerte el vertical. El colosal anillo está desierto, un murmullo flota en el aire, es el fragor de antiguas batallas. Recuerda perfectamente los hechos. Otra vez se siente aquel portento de arquero, una vez más se siente “El Cóndor” Rojas… 

– ¿Roberto, cuéntame, como lo hiciste?  

– Lo hice solo, lo hice por Chile, por la ilusión po  

La amargura reverbera en su voz, aún pesa la carga. La mentira, tan grande como frágil no duraría mucho, a los 8 meses se quebró. La confesión llegó el 26 de Mayo de 1990, en la famosa entrevista con el diario La Tercera. Las preguntas comienzan a llegar, una tras otra, le recuerdan, por momentos, el ataque brasilero. 

– ¿Quién más participó?  

– Solo sabían Fernando Astengo y Alejandro Kock, el utilero  

La mirada se pierde en la inmensidad de la gradería y los fantasmas reaparecen: sancionado de por vida para jugar al fútbol, truncado el contrato millonario a Europa, la selección chilena proscrita para 2 mundiales, destruida su carrera … Levanta su mano derecha, aquella tenaza, otrora poderosa, y la desliza suave por el cabello lacio, oscuro y algo encanecido. 

– Dime ¿y cómo te decidiste?  

– No creas que es fácil, estar maquinando una cosa que era indebida, pero en ese momento pensaba que era lo más justo.

Aquella tarde de 1989 Maracaná estaba repleto. Una incansable samba sostenía la euforia. 140000 torcedores atronaban el cielo con su aliento y estaban decididos a celebrar la clasificación, bastaba el empate.  

Los momentos previos fueron tranquilos. Totalmente opuesto a la guerra vivida 3 semanas atrás. En el Nacional de Santiago las hostilidades habían empezado muy temprano, antes de salir a la cancha. En el túnel ya hubo intercambio de insultos, que prosiguió en el campo, antes de iniciar el juego, con otra dosis acompañada por su cuota de manotazos y empujones. Esta vez los equipos aparecieron juntos, formaron para escuchar sus himnos y tomaron su lugar. Todo con tranquilidad. 

“El Cóndor” ya se había cuadrado debajo del arco. Miró las huestes formadas y listas para la contienda. En frente suyo, la soldadesca chilena, con sus chaquetas rojo intenso, trusas azules y medias blancas; más allá, la tropa brasilera, de amarillo, turquesa y blanco. Puedo verlo levantando la mirada para apreciar el tapiz humano que cubría el estadio más grande del mundo. Cuando toma aire, se empodera y baja la mano hasta su rodilla para constatar el pequeño instrumento que había guardado debajo de la media. El momento en que el metal brilla por primera vez, en el cielo de Rio … 

El primer tiempo fue un monólogo brasilero y el arco chileno sufrió asedio de principio a fin. Al culminar, a pesar del fuego nutrido, el marcador mostraba al mundo un empate a cero. “El Cóndor” fue el principal y último escollo, había bloqueado remates de todo calibre. Aún retumbaba en su cuerpo el tronar que sacudía el terreno, cada vez que embestía ese regimiento de “bárbaros Atilas” verde amarillos.   

Por su flanco izquierdo y por el centro atacaban Romario y Careca, había que aguantar a ese par de fieras. Se paraba firme y clavaba la mirada en el balón, inclinaba el tronco hacia adelante y desplegaba sus enormes brazos. Luego, el aluvión llegaba por derecha, tocaba sufrir por ese costado los embates de Bebeto y Branco. De pronto, en plena carga, este coloso gatillaba y lanzaba el bombardón: el proyectil se aproximaba a 150 K/H, su redondez parecía deformarse a medida que se acercaba, como una masa caliente y viva. Había que ser de hierro para bloquear semejante misil. Luego de 45 minutos de fragor, el árbitro argentino Juan Carlos Loustau pitó y detuvo el pleito, los equipos abandonaron la cancha. Roberto Rojas respiró y empezó su caminata hacia el vestuario. Se quitó los guantes y sus dedos constataron, nuevamente, el frio metal…  

La historia empezó a fraguar semanas antes, cuando la batalla de Santiago y el empate 1-1. “El locutor del estadio, encargado de dar alineaciones e información parecía director de barra, como partido de barrio” declararía Fernando Astengo, años después. A los 3 minutos del primer tiempo Ormeño descargó una patada alevosa a Branco “si no tuviera esos cuádriceps lo hubiera partido, era muy fuerte. Ese tackle ameritaba expulsión y que lo lleven preso”, reconoció Astengo durante la misma entrevista. Conspiraron los mensajes belicosos del técnico Orlando Aravena y la pólvora abundante que esparció la prensa chilena en la previa: “los tricampeones temblaban ante el espíritu combativo de los chilenos”, dijo “El Mercurio”;  “ante los morenitos de Brasil había que luchar con todo, metiendo fierro, acorralándolos”, añadió la  revista “Qué Pasa” y, en el clímax de la euforia periodística, la revista deportiva “Triunfo” ensayó una interpretación socio-política para vaticinar un recibimiento brasilero  hostil:  mientras la economía chilena descollaba “entre los demás países latinoamericanos”, medio Brasil “vive en estado de pobreza”. Eso explicaba, para la revista, que se tratara como enemigo a quien pusiera “en peligro el único vehículo de alegría de los más desposeídos”. Para coronar, el mismo Roberto Rojas soltó su amenaza, a poco de llegar a Río: “a la primera cosa rara que suceda, dejamos la cancha …” 

O acaso había empezado 15 años atrás, con el nacimiento del “Chile, país ganador”, “con la cultura emprendedora y los valores competitivos del libre mercado, más el discurso triunfalista con que el Régimen Militar la acompañó” (1).  Con los picos de nacionalismo alcanzados en la célebre “Batalla de Moscú”, en 1973, a pocas semanas del asalto al poder e inicio de la dictadura militar, cuando la selección roja obtuvo un empate con la URSS, en la instancia definitoria para el mundial 1974. Y a partir del culto al “éxito” y todo aquello que poblara el santoral neoliberalista de los Chicago Boys. Ahí estaba la figura de la rubicunda Cecilia Bolloco declarando, en 1987, al llegar a Singapur para disputar el Miss Universo “vine para ganar […]. No se puede concursar pensando que no se va a triunfar”. Todo en la idea que “a medida que se implementó y consolidó el proyecto de acelerada modernización neoliberal, los triunfos morales ya no fueron suficientes” (1) 

Es imposible no mencionar toda esta película. La cantidad de combustible arrojada en Chile para alimentar el clima de guerra. La violencia en la cancha y fuera de ella, el ataque artero de Ormeño a Branco… Imposible no recordarlo, sobre todo, al observar algunos registros disponibles, por ejemplo, la transmisión de Universidad Católica de Chile TV en los minutos previos al partido definitivo en Maracaná. Resulta muy curioso verlos, en aquella hora sí, invocando la paz: 

 Allí está Julio Martínez, comentando desde estudios, 

–  Nos alegra el clima tranquilo de Río  

– Nos reconforta saber que todo ha sido absolutamente normal hasta llegar al Maracaná, nos reconforta, porque más allá del resultado lo que importa es la normalidad del encuentro… 

Y aquí Milton Milla, reporteando desde la misma cancha, 

– Ha sido un clima cálido, se ha venido abajo ese mito que iba a haber guerra acá 

– En esta misma cancha ocurrió el famoso Maracanazo y en esta misma cancha se recibió hace algunos años la visita de Juan Pablo II 

– Vemos un letrero que dice: “Sigamos los pasos del Rey (Pelé), fútbol sin violencia”. Otro letrero dice: “Nao guerra, esperemos sea así” … 

Imposible no mencionar, no recordar, todo este contraste peculiar. Lo mismo ocurre, por cierto, con el desenlace final de esta historia … 

Rojas no se parecía a Cecilia Bolloco, no era rubio ni despampanante, pero era el líder chileno y estaba resuelto. Cierta imagen debe haber visitado, puntual, sus vigilias: el 11 chileno saliendo a la cancha y la bandera, con su estrella más solitaria que nunca, ondeando airosa en Roma, Milán o Florencia. Había alcanzado el sueño, estaba en el Mundial Italia 90, era la gloria. Hoy, en la noche de Rio, el tiempo era corto y la urgencia muy grande. Era la clasificación o la eliminación, el triunfo o la derrota. Pero también era el juego limpio o el engaño, la verdad o la estafa, lo derecho o lo torcido, la corrección o la tentación. Roberto Rojas tomó su decisión, “es un tipo de mente poco clara, agresivo e insolente”, declaró meses después, Sergio Stoppel, por entonces mandamás del fútbol chileno. Cruzó la línea y se apartó del camino recto, para coger un atajo, para enlodarse en la trampa. Se sacó las alas y tomo distancia de “El Cóndor”, lo que no sabía es que sería para siempre…  

Luego del descanso, cuando llegó la hora de volver al campo, colocó la navaja debajo del guante. Era el capitán del equipo. También era, junto a Sergio Livingstone, el mejor arquero chileno de la historia y, en aquella hora, el mejor de Sudamérica. La noche había llegado y los jugadores de ambos equipos volvían a paso tranquilo. Roberto Rojas y 2 más ya jugaban su partido aparte. 

El reportero prosigue con la entrevista. Supongo – yo lo haría en su lugar – con cautela. Rojas es un “caso difícil”, primero se la pasó varios meses jurando su inocencia “por su mama, sus hijos y hasta por su abuelita” (2) y luego, ya había cambiado de versión varias veces. Es muy llamativa, también, su frialdad (desfachatez) para narrar su peripecia con todo lujo de detalles.  

  • Cuando terminó el primer tiempo pensé, no lo voy a hacer, pero en ese momento, una fuerza mayor… 
  •  Estábamos perdiendo 1-0 y dije, esta es la oportunidad que yo haga algo  

El balón, cada vez más caliente, iba y venía. Con cada ataque brasilero la derrota estaba más cerca y las costas italianas más lejos. El aliento bajaba incontenible y algunas bengalas partían de la tribuna para cruzar la noche carioca. Temprano, a los 6 minutos llegó el gol de Brasil; lo anotó el muy buen centro delantero Careca. Desde su arco, Rojas observaba como el abrazo prolongado fundía las casacas verde amarillas en una sola. Entonces, decidió actuar a la primera oportunidad. Esta cayó del cielo “sentí un resplandor y una gritería a mis espaldas”, se jugaba el minuto 22 y había llegado el momento. Las miradas del mundo estaban sobre la pelota, a más de 50 metros de su posición. Roberto Rojas sacó algo del guante y se dejó caer. Junto a él, sobre el verde, la bola incandescente descansaba mansita e iluminaba la escena. Dirigió la navaja hacia su frente y el metal brilló. Se hundió suavemente, la carne cedió y la sangre brotó. El juego se detuvo… 

Las pantallas y los titulares del mundo se tiñeron de rojo. Mientras crecía el asombro varios chilenos, muy eficientes ellos, se pusieron a trabajar. Algunos rodearon al árbitro y, a viva voz, le exigieron suspender el partido. Otros formaron un anillo rojo en torno al herido para que nadie se acerque; Bebeto, con su cara de niño bueno lo hizo y fue apartado de un duro empujón. El médico y los asistentes llegaron veloces. Patricio Yáñez se enfrentó a la tribuna y les dejó en claro su virilidad. Finalmente, el vice capitán Fernando Astengo dio la orden: abandonar el campo. Los camilleros no pudieron hacer su labor, los mismos chilenos levantaron en andas al herido, la cabeza ensangrentada semi cubierta con una gran venda y lo trasladaron a cuestas. La procesión cruzó toda la cancha; fue una marcha penosa, intercambio de insultos y patadas con la policía, roces con los fotógrafos que, a como dé lugar, buscaban su toma. Lo cubrían y lo sostenían en vilo, como mejor podían. Trasladaban a su víctima, pero también a su héroe. Finalmente, el recorrido culminó y se introdujeron por la boca del túnel. Ahora empezaba otra carrera: primero, la pugna por llegar al vestuario; luego de 4 horas, trepar al bus que los dejó en la misma pista de vuelo; después alcanzar el avión y, finalmente, llegar a su país. La nave de Lan Chile aterrizó esa misma noche en Santiago, 10000 hinchas recibieron a sus héroes, eran las 3 de la mañana.  

Afuera nadie salía del asombro. La confusión y las dudas eran tan grandes como el mismo Maracaná. Lentamente los asistentes emprendieron la retirada, paladeando el acre sabor de la incertidumbre. Estaba cerca de ocurrir algo impensado e histórico: la primera ausencia de Brasil en los mundiales. La desazón daba la vuelta al mundo. Esta vez los brasileros, por encima de la magia, los títulos y el “jogo bonito” eran los malos. Sus víctimas, los angelitos, eran los pobres chilenos.  

Ninguno de los 140000 torcedores, ni de los millones de aficionados, a esa hora pegados a la pantalla del TV, pudieron imaginar tamaño desenlace: que una bengala hubiese herido al arquero chileno y que su equipo se negara a seguir jugando por falta de garantías. Pocos pudieron entrever la verdad, que todo había sido un engaño, una estafa, una de las farsas más grandes de la historia del fútbol. 

La charla como la tarde agoniza, y su mirada oblicua se vuelve a perder. Los surcos en su rostro lucen más hondos.  

–  Roberto, ¿algo más que decir?  

–  Ya estuvo bueno, otro día seguimos, po… 

Es hora de partir. En el silencio flota una certeza: aquella noche en el Maracaná, el ciudadano Roberto Rojas, había matado a “El Cóndor” 

Escrito por Erik Garcia Santander 

  1. Del Chile de los triunfos morales al “Chile, país ganador”.  La identidad nacional y la selección chilena de fútbol durante la Dictadura Militar (1973-1989) – Diego Vilches Parra 
  1. Declaración de Sergio Stoppel, presidente de la ANFP 1989 

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